La burbuja de Wellington

12 10 2020

De todo lo que sucedió este sábado en Wellington, en el primer encuentro de los cuatro que conformarán la Bledisloe Cup 2020, lo más relevante no tuvo que ver ni con el marcador (empate a 16 entre Nueva Zelanda y Australia), ni con los jugadores que se estrenaron en cada uno de los dos lados. Ni con la vuelta de Damian McKenzie al 15 kiwi, ni con los 100 partidos de Michael Hooper en los Wallabies; ni con el estreno de la capitanía de Sam Cane, ni siquiera con el debut de cada uno de los entrenadores, Ian Foster y Dave Rennie: dos neozelandeses al frente de un nuevo ciclo, y convertidos en protagonistas de un antagonismo inevitable. Demasiado sabroso para las dos naciones como para dejarlo pasar.

Todo eso eran alicientes, más que notables desde luego, pero alicientes de otro tiempo: los días en los que el deporte aún mandaba. Hay muchas cosas analizables en el partido, en el agresivo comportamiento de Australia y en la oxidada hegemonía All Black. Hubo una pifia de Rieko Ioane al posar que le costó un ensayo. Y una patada gigantesca de Hodge al palo que pudo ser el triunfo australiano. Y un delirante descalzaperros como epílogo, con 30 hombres yendo de lado a lado, hasta bordear el colapso de su resistencia física. En un momento dado, James O’Connor les hizo un favor a todos y revoleó la pelota a las gradas, dando por bueno un empate que, en realidad, no dejaría contento a ninguno.

Pero lo más fascinante del partido ocurrió fuera del césped, en las gradas del Sky Stadium. Allí se empaquetaron 31.000 aficionados, sin distancias ni mascarillas, para presenciar el primer test match en 400 días en Nueva Zelanda. De pronto, ese mundo desenmascarado en el que habita NZ adquiría el poder redentor de la nostalgia: así éramos; así era el rugby antes del fin del mundo. El partido fue, en ese aspecto, un regreso al futuro. O bien una distopía del pasado. Cualquiera sabe. Como decía la canción: Te llaman porvenir porque no vienes nunca.

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