Tim Francis, el hombre que inventó el ‘melier’

20 03 2018

Tal vez el obituario pasó algo desapercibido para el público en general: incluso para el que sigue el rugby. Pero entre los caballeros de la hermandad (o sea, los delanteros y especialmente los del frente de la primera línea) la noticia dejó el vacío de las pérdidas importantes. Tal vez muchos de ellos jamás hubieran oído hablar de él, pero puede que estas líneas ayuden a dedicarle un momento de respetuoso silencio a la memoria de Tim Francis. Porque a Tim Francis, y a su ingenio, le debemos los delanteros del mundo algunos de los momentos más dichosos que puede pasar un primera línea en toda su vida. Tim Francis, fallecido la pasada semana en Exeter a los 83 años, fue el hombre que inventó la máquina de entrenar melés.

Francis trabajaba como encargado de deportes en el Dulwich College, al sur de Londres, pero en sus ratos libres se ocupaba de su entretenimiento favorito: crear cosas. Inventar. A la vista de las dificultades para preparar las melés cuando no había jugadores suficientes o una oposición que pudiera ejercer como simulador real (problema de carácter secular que han conocido todos los clubes modestos del orbe), empezó a darle vueltas a la idea de una máquina que facilitara ese trabajo. En la sala de profesores, Francis usaba bolas de algodón y cerillas para jugar a diseñar precarios ensayos de lo que finalmente iba a acabar siendo en 1980 la primera máquina patentada de entrenar melés: la Powerhouse. Un modelo original que todavía hoy comercializa la firma Rhino.

Una vieja Rhino Powerhouse de los 80, imagen del blog de la compañía.

Aquel modelo inicial resultaba bien primario, como cualquiera puede imaginar: el sistema trabajaba sobre barriles de 200 litros y recias planchas de madera. Un sencillo acabado de gomas, rodillos y almohadillas trataba de suavizar los impactos contra el armazón de hierro que componía el esqueleto de la máquina.

Seguro que ya las había antes. Por todos los campos del mundo los delanteros chocaban contra entramados de apariencia distópica o mutaciones de vieja maquinaria agrícola. Pero entre el primer prototipo de Francis y aquellos cacharros podemos advertir la misma distancia que entre la catapulta y un cañón de artillería. Puede que las dos cosas sirviesen, pero su eficacia mecánica distaba años luz. El artilugio creado por Tim Francis suponía un avance decisivo hacia la tecnologización del entrenamiento. Un camino que, como cualquiera sabe, no se termina jamás.

Para poner a prueba la eficacia de su invento, y porque le adivinó posibilidades comerciales, Francis necesitaba prescriptores que sancionaran la validez de su prototipo. En su volumen The joy of rugby, el autor Stephen Gauge sostiene que la presentación en sociedad de la Powerhouse de Francis tuvo lugar en los Roslyn Park National School Sevens: es decir, que los primeros que probaron una máquina de entrenar melés fueron… jugadores de rugby siete. Parece bien irónico.

De acuerdo a este episodio, Francis aparcó su singular vehículo en las afueras del campo e invitó a los participantes a ocupar el tiempo entre partido y partido largando cabezazos contra la Powerhouse. Para cuando acabó la jornada, había reunido media docena de pedidos. Acababa de nacer el negocio de la melé, una cosa impensable. Y, retirado de la enseñanza, fundó Rhino, una de las marcas líder en el mercado y, desde luego, pionera del asunto que nos ocupa.

Modelo Enforcer Max, con su asiento para dirigir las operaciones.

Otras fuentes indican que el marchamo definitivo de calidad se lo dio la selección de Australia en 1984. Francis había convencido al entrenador de los Wallabies, Alan Jones, de probar la máquina, y funcionó al punto de demoler a la melé galesa y posibilitar un pleno de victorias en la gira del equipo aussie por el hemisferio norte. Inglaterra la adoptó al año siguiente y lleva más de 30 años usándola: hasta se llevaron una en 2003 a Australia, para la Copa del Mundo, y parece que algo ayudó. Al menos tanto como las patadas de Jonny Wilkinson. Fue un detalle feo no nombrar a la Powerhouse caballero del imperio. O dama. Lo que sea.

Francis había triunfado. Y después, las máquinas de entrenar melés crecieron y se multiplicaron por el mundo en una evolución paralela a la de la suerte por antonomasia del rugby. Rhino aún fabrica la Powerhouse en la región de Somerset, en Inglaterra, naturalmente con las evoluciones que posibilitan los avances en materiales, diseño y biomecánica adaptada al rugby. Muchas otras marcas han llevado la ingeniería del melier a lugares insospechados.

Ahora hay scrum machines de todos los tipos y adaptadas a cualquier necesidad: con ruedas, sin ellas, respetuosas con las superficies sintéticas, otras que se acoplan al enganche para remolques de los todoterrenos; las hay con sillón de conductor y un funcionamiento que permite sustituir la palanca de resistencia por un avanzado sistema de graduación y dirección de la fuerza opuesta; las hacen adaptadas para el entrenamiento individual de las posiciones de empuje y otras con primeras líneas múltiples a ambos lados; dotadas de sistemas hidráulicos, manejadas por ordenadores centrales, obscenamente sofisticadas…

El monstruoso M-Rex desarrollado por Thales para la FFF.

Jeff Probyn, el pilar inglés, solía contar aquella ocasión en que la máquina con la que entrenaban melé reventó, liberando un bufido hidráulico que hizo saltar violentamente las costuras y puso a los tres bulldozers de la Rosa patas arriba. El sueño de cualquier pilier francés.

Los franceses, precisamente, llegaron a hacer célebre hacia 2011 (los tiempos de Lièvremont) una máquina de entrenar melés que era el último grito: M-Rex, la llamaron. Sin ningún respeto por Marc Bolan. Un cacharro fabricado por Thales, tan tecnológicamente avanzado que daba miedo. Como aquellos fallidos prototipos anteriores al Robocop en la película de Verhoeven: ese que se cae por las escaleras o el otro que no atiende órdenes y acaba ametrallando a todo el consejo de administración de la compañía. En cierto modo, a la vista de la involución del rugby francés y su juego en la melé, algo parecido les ha ocurrido a los bleus. Pero en aquellos tiempos, la máquina infernal fue presentada a la prensa como si fuera la última nave de la Agencia Espacial Europea. Hasta la ministra de Deportes hizo de madrina del aparato en Marcoussis. Y, claro, la escena apareció en los telediarios. Lo llamaron simulateur de mêlée… Qué profético.

Estas cosas nos devuelven la nostalgia de aquellos días en que pasábamos buenos ratos arrojándonos cabeza abajo contra las felices almohadillas de la Predator que la selección española se había dejado en el Seminario de Tarazona, en los tiempos en que los chicos de Feijoo preparaban el Mundial de 1999 en nuestras instalaciones. Nostalgia porque uno ha pasado atardeceres muy hermosos retozando con esa máquina, llevándola de acá para allá, de lado a lado del campo, entre bufidos, pedorretas, expectoraciones, gruñidos y gargajos, todo manifestaciones de un mutuo amor entre el hombre y la bestia. Moverla jaleado por los compañeros es como sacar en procesión a un Cristo del que se es devoto: una experiencia religiosa. Puro erotismo trascendental. Sexo deportivo.

La máquina de entrenar melés es el mejor amigo de un primera línea, si exceptuamos a otro primera línea. Los dos (las máquinas y los primeras líneas) presentan muchas similitudes: ambos son artilugios primarios, de robusta sencillez y muy concreta fiabilidad. Sirven para lo que sirven y eso lo hacen bien, con simplificado orgullo. No le puedes pedir a un primera línea que dirija a un equipo ni a una máquina de entrenar melés que te lleve a Barcelona. Bueno… igual ahora sí.

Tan parecidos son que, en ciertas ocasiones, uno puede confundirlos: a un primera línea le pones un impermeable rojo y es igualito a una máquina tapada con la lona para que no se oxide. No exageramos. De hecho, hay primeras líneas con menos sentido común que una  máquina de entrenar melés. Muchos.

Otra virguería de la marca australiana: adaptable a cualquier 4×4 con enganche de remolque y graduable en altura.

Para un primera línea, el entrenamiento con su máquina es suficiente: empentar, empentar, empentar, hacer papilla los hombros, agacharse un poco más, siempre un poco más, contraer todo los músculos y, si acaso, de cuando en cuando completar una serie de flexiones y otra de abominables, con el fin de relajar o hacerles compañía a los muchachos de la línea. Correr no es importante. La resistencia se gana empujando, eso lo sabe cualquier hombre en cuanto llega a la pubertad. De la velocidad ni hablamos: no conviene echar una carrera hasta la línea de 22 al melier, porque podría ganarnos. A los primeros líneas nos incomoda el exhibicionismo atlético. Y las máquinas de entrenar melés se quedan frías si las embiste alguien de menos de cien kilos.

Con nosotros a su lado, las máquinas de entrenar melés se sienten queridas y apreciadas en su justa medida. Nos saben iguales a ellas: un capricho de la ingeniería. De hecho, en las primeras líneas se han observado homínidos que asombrarían a la Ciencia y se pueden considerar auténticas maravillas de la evolución, como el M-Rex. Durante algún tiempo tuvimos en nuestro equipo a un primera línea rumano de al menos 160 kilos, de los que no menos de 35 serían cabeza. Hasta que no aprendió sus primeras palabras en español algunos no tuvimos claro que no estuviéramos alineando a un buey.

Un clásico de la artesanía que hemos visto en decenas de campos.

Cuando le preguntábamos por su procedencia, nuestro astuto presidente se encogía de hombros y por toda explicación agitaba el documento con el transfer internacional. El tipo podía ser un rumiante, venía a decirnos con ese gesto, pero no estaba indocumentado. Por suerte, en la plantilla teníamos varios estudiantes de Veterinaria y les bastó observar (muy de reojo y con gran disimulo) la morfología reproductora del espécimen, para concluir que al menos un Hereford no era. Observado de cerca, el muchacho tenía un corazón muy humano, formación en Teología, una amante enamorada que le guardaba la ausencia allá en su páis y la dignidad intacta en la distancia del exilio. Jugar a su lado era una maravilla.

Por eso temíamos seriamente que se nos lesionara de gravedad. Primero porque en los partidos uno podía entregarle la pelota sabiendo que avanzaría docena y media de metros con varios saltimbanquis del equipo contrario colgados del cuello. Segundo, y sobre todo, porque si se rompía alguna articulación y quedaba inservible, nadie estaba seguro de si debíamos llevarlo a un hospital o dejarlo en el Punto Limpio, junto a las lavadoras. O acostarlo en el melier.


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